1.1.- El final del hombre gris
Miguel Hernández era un hombre gris. No porque el quisiese serlo si no porque su vida lo había vuelto gris. Ya de niño tenía pocos amigos. De hecho tenía sólo uno, que se llamaba Luis. El momento en que perdió a su amigo fue el que encaminó el resto de su vida hasta el día en que comienza nuestra historia.
Miguel nunca olvidaría esa noche. Ambos amigos habían tomado prestado el coche de los padres de Luis y se alejaban de la ciudad. Animados por alguna cerveza de más, habían decidido escaparse de casa y de esa ciudad negra y opresora donde ninguno de ellos era feliz. Miguel era el único de los dos que sabía conducir o, mejor dicho, que había aprendido como arrancar un coche y cambiar de marchas. También era el que estaba más borracho de los dos.
Circulaban, un poco por encima del limite de velocidad, acompañados por la dulce voz de Nancy Sinatra, que sonaba oxidada por los viejos altavoces del Ford. Luis quería apagar la música o, por lo menos quitar esa cinta quemada que sus padres tenían en el coche, pero Miguel insistía en escuchar una canción tras otra. Decía que esa voz le ponía cachondo. De repente Luis sacó la cinta y Miguel se lanzó a quitársela de las manos. En ese momento, un semáforo que no habían visto por culpa del forcejeo cambió a rojo y el coche pasó a 110 kilómetros por hora. Lo último que vieron fue el destello rojo de un Seat panda cruzándose por delante de su cristal.
De las dos semanas siguiente Miguel no recuerda nada. Ni quiere recordarlo. Por lo que le han contado, las pasó en el hospital debatiendose entre la vida y la muerte, con varias hemorragias internas. En cierto modo, envidia a Luis, que murió en el acto. Gracias al cielo, aparte de la muerte de su amigo y una pequeña cicatriz bajo el ojo, la única secuela que le queda del accidente es un ligero pinchazo en el codo que se rompió por tres partes cuando hace humedad y la tristeza de que su padre nunca más le dirigiese la palabra.
Desde que salió del hospital su vida empezó a volverse gris. Se centró en sus estudios para evadirse del contacto con la gente. No hablaba apenas con nadie, sólo con su madre para lo básico. En el instituto ni siquiera necesitó hacerse respetar pues su silencio y pasividad asustaba al resto de estudiantes. En la universidad le fue más difícil pasar desapercibido pues la gente insistía en querer hacerse amiga suya. Pero finalmente, el día antes de la muerte de su madre, se licenció en económicas. Nadie fue a su graduación. Ni siquiera él, que pasó el día entero en el hospital. En la pequeña habitación gris de su madre fue la última vez que vio a su padre.
Después de aquello consiguió un modesto puesto de contable en un banco que fue pronto absorvido por otro mayor. Fue ascendiendo rápidamente, pues dedicaba toda su vida al trabajo. No sabía el nombre de ninguno de sus compañeros de planta, ni pretendía saberlo. Ellos le llamaban a escondidas el mudo, y bromeaban sobre su silencio y su obsesión por el trabajo. Él lo sabía pero no le daba importancia.
Sin embargo un día, el día en que comienza este relato, todo cambió. Se levantó por la mañana, a las 6:45, como cada día. Se vistió cuidadosamente, se arregló la corbata y se tomó una taza de café negro y espeso, sin azúcar. Bajó a la calle a las 7:30 y emprendió el camino a la oficina. Paró un momento, por primera vez en su vida, en el estanco de la esquina y compró un paquete de chesterfield. Sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Al principio le costó coordinar los músculos respiratorios para tragarse el humo, pero pronto se acostumbró. Esperó pacientemente hasta haberse fumado este primer cigarro y pensó para si que no era algo tan malo eso de fumar, que debería haber empezado antes. Luego se aflojó el nudo de la corbata. Eran ya las 7:40 y, de ser cualquier otro día, habría apretado el paso para llegar a tiempo. Sin embargo este día no tenía prisa. Era el primer día de su nueva vida. Había decidido plantarse en el despacho del director de la sucursal y mandarle a la mierda; a él y a su maldito mundo de bancos. Había decidido romper con su monótona vida gris y cambiarlo todo de raiz.
A las 8 y media llegó a la calle de la oficina. Sólo le faltaba cruzar una calle para llegar. Por primera vez desde que tomase la decisión de romper con todo y empezar de cero, le fallaron sus agallas. Sentía como le temblaban las piernas, pero apartó sus temores lo mejor que pudo. Comenzó a cruzar la calle apretando los puños, repitiéndose a si mismo que no podía rendirse ahora, que ya había tomado una decisión. Se paró en seco en mitad de la calzada. Fue a apretarse de nuevo el nudo de la corbata pero en ese momento un coche, un Seat Panda rojo, pegó un frenazo y le pitó al tiempo que el conductor increpaba a nuestro pequeño héroe. Eso fue lo que armó por fin de valentía a Miguel. Esa era la señal que necesitaba. Escupió al suelo por primera vez en 20 años y continuó avanzando con paso firme hacia su liberación. Tres pasos le separaban de la puerta del edifico. Dos pasos.
Y entonces, todo sucedió de repente, como aquella vez hacía 20 años en el coche. Solo que esta vez le dio tiempo a reaccionar. Una sombra negra se abalanzó sobre el. Sin saber lo que hacía, obedeció a su instinto y se apartó de un salto. Entonces escuchó un leve grito que se fue silenciado por un sonido como el de un huevo al cascarse, pero mucho más fuerte. En ese momento, mientras abría de nuevo los ojos, notó como su rostro estaba mojado con una sustancia pegajosa. Bajó la vista y vio su camisa manchada de sangre. Lentamente volvió la vista a la izquierda y rápidamente la apartó. A sus pies yacía el cuerpo de una joven rubia. Mejor dicho, lo que quedaba de ella tras caer desde el undécimo piso del edificio del banco. Y casi le habría caído encima.
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