Miguel no podía hacer nada, obviamente, por aquella muchacha que había elegido el camino cobarde de la vida. Él no. Al fin y al cabo, no es que le esperase una nueva vida, sino que le esperaba La Vida. Sabía, porque así se lo había jurado a sí mismo, que ése sería el último día que llevaría corbata. Así que detuvo su mirada ante la mujer que había caído del cielo. Pensó que así, cubierto de sangre, era la forma ideal de decir adiós a su jefe. Prendió un nuevo pitillo y dejó que todas esas sutancias tóxicas le impregnaran los pulmones. Se despidió, sin más, con un adiós, hijo de puta, me largo de esta asquerosa sucursal. Volvió a casa. Cogió el billete. Se fue directo, en taxi y con una sola maleta, al aeropuerto. Se subió al avión. Pasó un rato, apenas un disco de Oasis y allí, desde el cielo, comenzó a ver las inmensas praderas verdes, los brillantes campos de golf. Era Londres. Allí comenzaría La Vida. O eso creía él.